Llevaba muchos meses sin trabajar. Pero muchos.
Me angustiaba ver que no entraban ingresos, pero, por mucho que lo intentaba, no había forma.
No quería seguir vendiendo perfumes a cascoporro, calcetines de caballero que nadie necesitaba, ni hamburguesas de comida basura que ni yo misma quería comer.
Aunque supiese cerrar trámites pesados, administrar con rigor contratos de obra y conseguir las firmas necesarias para validar compras, el mundo de la construcción no era para mí.
Y no tenía un duro.
Debía dinero, no sabía en qué quería trabajar y estaba en un país que demandaba toda mi energía para sobrevivir.
Que empiece el churreteo, el chisme, la milonga de mi vida… como lo quieras llamar.
Esto es lo que pasó, y si tú estás en un momento de crisis existencial, lo mismo te interesa.
El anuncio que sirvió de tobogán
Eran las 6 de la mañana de un día laborable.
Estaba sola en el escritorio, pululando por Facebook y dándole vueltas al blog de viajes que ya no sabía con qué llenar.
Buscaba algo. No sabía qué.
Imagina el panorama:
- Tenía dos blogs muertos de risa.
- Había sacado buenas notas, tenía una carrera universitaria terminada y me había dejado la piel estudiando danza.
- Me había largado al extranjero, había trabajado «de lo mío» para pagarme los viajes por Sudamérica y me había fundido los ahorros.
Había hecho todo lo que —supuestamente— había que hacer. Y todavía no sabía qué necesitaba para hacerme feliz.
Quería dedicarme a escribir, pero… ¿quién iba a pagar por leer mis profundas reflexiones?
Ya había mil blogs de viajes, reflexiones y cosas bonitas que se morían un tiempo después de nacer. No quería ser uno de ellos.
Estaba en un agujero, y no sabía salir.
La emoción se me había secado, me sentía en un punto muerto, y divagaba como alma en pena por las redes sociales.
Entonces, apareció una publicación en Facebook.
«¿Quieres vivir de escribir?»
¿Perdona?
La publicación incluía un test para ver cuánto sabías de copy.
A ver quién era la guapa que, estando como estaba yo, no le daba al botón y empezaba el test.

Así que le di al botón, hice el test, y, dos semanas después, estaba dentro del programa formativo de Javi Pastor.
¿De dónde saqué el dinero, si no tenía un duro? Lo pedí prestado.
«María, que no me entero. ¿Tú no habías estudiado Empresariales y Danza Española? ¿No habías trabajado como administradora y contable en obras públicas en Perú?»
Ains… Sí. Todo eso es verdad. 😂
«Entonces ¿qué fue eso de que, de buenas a primeras, te dio la vena escritora?»
Bien.
Viajemos en el tiempo hasta abril de 1998.
Un regalo ordinario para explotar una singularidad
¿Te acuerdas de cuando eras peque, y cada cumpleaños te generaba una ilusión tremenda?

Yo veía que llegaba la primavera (la estación en la que nací) y me cambiaba el humor.
Se abría una nueva etapa, y lo celebraba con un pedazo de merienda (poco saludable, pero divertidísima) con mis amigos.
Me ponía tan contenta, así te lo digo.
El 9 de abril recibía regalos sin tener que hacer nada, y, encima, la protagonista del día era yo.
¿Qué más se podía pedir?
El día 9 de abril de cada año cambiaba de número de años, y pasaba a ser «de los mayores» de la clase. Eso no podía molar más
El día 8 de abril de 1998 todavía tenía 7 años. Y fui a casa de mis tíos, no recuerdo para qué.
Mi tía:
—María, ven.
Me llamaba desde la habitación del fondo.
—¡Voy, tita!
El cuarto estaba en penumbra, y en el escritorio había un paquete envuelto.
—Es para ti.
Era el primer regalo de mis ocho añazos.
Ilusionada perdida, lo abrí con emoción.
Era un precioso diario.
Con muchas hojas en blanco.
Con candado propio.
Ojo: con candado, eh. Ya una podía tener secretos con eso.

Mis padres me regalaban libros de aventuras y fantasía porque los devoraba y porque me encantaba leer.
Mis tíos me regalaron aquel diario, de cuadros naranjas y tiernos ratoncitos, para que escribiera.
Aquella noche, a punto de dar la bienvenida a mi octavo cumpleaños, inauguré el cuaderno con un lápiz farragoso, de punta gruesa y aristas redondeadas, junto al flamante candado.
Y aquí entró en juego la gallina de los huevos de oro.
Aquí una muestra de 14 emails de la cafetería, donde también cae alguna batallita infantil:
Cuidando de la gallina de los huevos de oro
Dice Stephen Covey, en su libro «Los 7 hábitos de la gente altamente efectiva» —que te recomiendo— que, para producir unos buenos huevos de oro en tu vida, necesitas cuidar a la valiosa gallina que los pone.
Esto viene a decir que tan importantes son los resultados que obtengas —los huevos de oro, o la producción— como los medios que utilizas para conseguirlos —la gallina, o la capacidad de producción—.
Covey lo plantea a través de un par de preguntas clave.
- ¿Qué harás cuando los huevos se acaben, si no tienes gallina que los reponga?
Y también:
- ¿Qué pasará si la gallina está muy bien cuidada, pero no pone ni un huevo en su vida?
Dediqué mucho tiempo a mi gallina antes de que pusiera huevos de oro.
La alimenté y la entrené a fondo desde el principio porque mi madre y mi padre me enseñaron lo necesario que eso era.
Estudiaba todos los días, vivía intensamente cada trifulca en el colegio y la vida era un desafío donde no paraba hasta conseguir lo que quería.
Era una niña perseverante, alegre, responsable… Altamente impulsiva y con un genio interesante.
Voy a saltarme la conflictiva etapa adolescente de las minifaldas, los tacones y la hora de recogerse el fin de semana para llegar a los ansiados 18…
Una vertiente muy poderosa
Me fui a Granada a estudiar Empresariales (esa carrera en la que nos metemos aquellos que no somos de ciencias, pero tampoco nos vemos dando clases de letras en los institutos) para compaginar la universidad con los estudios profesionales de danza española.
Desde pequeña, me sentía Lola Flores.

Poco después de empezar a caminar, ya estaba inventándome las sevillanas y montando el pitote en las bodas cuando ponían música en la barra libre.
Me vestía de «titana» con pasión y arrastraba a mis padres y a mis tíos a los tablaos de la feria cada mes de agosto en plena sartén de España desde los 3 años.
(A eso había que echarle huevos, todo hay que decirlo.)
La cosa es que tomaba clases de baile clásico español desde los 5, y quería vivir de la danza de forma profesional, aunque mis padres me insistieran en ir a la universidad.
Terminé la carrera de Empresariales en la ciudad de la Alhambra, y me trasladé a Madrid para conseguirlo.
Me empapé del mundo escénico y de enseñanzas tan valiosas como las de mi profesora favorita de escuela bolera, y perdí no sé cuántos kilos.
Heredé la vena artística de la danza de mi bisabuelo paterno, que bailaba bolero por los pueblos de Jaén allá por el siglo XIX.
Sin embargo, la vida es muy sabia, y te enseña las lecciones cuando las necesitas.
Después de 18 años bailando, comprendí que no quería renunciar a vivir el resto de mi vida por hacerlo entre escenarios y bambalinas.
Me auto-despedí del mundo profesional de la danza.
Mi gallina necesitaba otra cosa.
Y se la di.
La capital que me abrió los ojos
Madrid es como una segunda casa.
Y lo es porque lo tuvo todo para despertarme la juventud y dar el salto al mundo.
Con sus luces interminables, sus trasiegos continuos y sus miles de trabajos temporales, Madrid me abrió los ojos, y me lanzó de cabeza a esa área de las empresas de la que siempre había renegado: el marketing y las ventas.
La gallina empezó a poner algunos huevos.

En 3 años trabajé en 7 lugares diferentes, repartidos en tiendas, restaurantes, tablaos, visitas comerciales itinerantes y captación de socios en calles de Madrid.
Casi nunca me quedaba más de 4 meses en un sitio porque no estaba de acuerdo con los jefes.
Si no era porque no respetaban mis horarios era porque me encasillaban en un puesto que se me daba bien y me aburría como una ostra.
Sin embargo, aprendí mucho de quien más te enseña: el público al que atendía y los negocios a quienes vendía.
Pero del amor al odio hay un paso.
Y eso me pasó a mí con Madrid: que dejé de quererla.
La gallina quería volar.
Así que le compré un pasaje y una maleta nueva.
800 pavos para una gallina
Todavía poca gente entiende por qué me fui a Perú.
Pero si no me hubiese ido, no estaríamos aquí hablando de esto.
- ¿Alguna vez has dado un paso sin saber qué iba a pasar después?
- ¿Alguna vez has sentido que ibas a ciegas?
- ¿Te has atrevido a abrir la puerta de la aventura, confiando en la vida y con una fe en ti que nadie podía derribar?
Pues eso fue lo que me pasó a mí.
Me puse el mundo por montera, y crucé el charco para romper fronteras y empezar de cero gracias a la mecha que me prendió mi amiga Carmen.
Me fui a su casa con un billete de 2 meses que me costó 826 euros.

Bendita inversión.
A los 15 días de llegar a Lima, decidí quedarme y buscar trabajo.
La gallina se volvió loca.
En los 3 años siguientes:
- Abrí mi segundo blog.
- Trabajé, por fin, en la administración de una empresa por dentro.
- Aprendí a viajar, en lugar de hacer turismo.
- Me integré —y sobreviví sin problemas— en la sociedad peruana.
- Disfruté de una gastronomía maravillosa.
- El amor tocó a mi puerta. (Y bien fuerte, además).
- Me di cuenta de que en Europa nos engañan.
- Pedí el finiquito en las dos empresas donde trabajé.
- Busqué nuevos trabajos que no eran para mí.
- Y me quedé sin dinero por primera vez en mi vida.
Sí.
Sin dinero.

Vivir la vida que tú quieres tiene un precio.
Aplicando un principio básico de inversión
Anteponer tus valores al sistema que se traga a quien no pase por el aro —rechazando remuneraciones por trabajar para la industria petrolera, como fue mi caso— no es fácil cuando ves que tu cuenta bancaria va restando, pero no sumando.
Yo elegí arriesgarme.
Mi precio fue comer arroz con huevo y zanahoria cruda sin tener ni idea de cuándo iba a revertir esa escasez, y sentirme económicamente dependiente de mi familia —otra vez— y de mi pareja —que trabajaba literalmente de sol a sol de lunes a sábado—.
¿Un secreto?
No me aguantaba ni yo.

Tú imagínate a una «Lola Flores» en potencia, a 10.000 kilómetros y 7 horas de diferencia de su zona cómoda, y habiendo perdido la ansiada independencia que había buscado desde que levantaba tres palmos del suelo.
¿Te lo has imaginado ya?
Pues esa era yo: una aries encerrada en sí misma que no se soportaba ni dando cabezazos a la pared.
Porque la gallina había puesto huevos de oro, pero, cuando se acabaron, declaró que ya no ponía ni uno más.
O le prestaba más atención, o se prejubilaba.
Decidí apostar por escribir, que es lo que siempre me había servido, y me formé en redacción publicitaria.
Como suele suceder con las inversiones de alto riesgo bien gestionadas, la rentabilidad de mi aventura en Perú brilló.
Lo que pasa cuando le pones agallas a tu vida
Hay una frase de Carl Gustav Jung que utilizo con frecuencia y que, por mucho tiempo que pasa, no pierde vigencia:
“Aquellos que no aprenden nada de los hechos desagradables de sus vidas fuerzan a la conciencia cósmica a que los reproduzca tantas veces como sea necesario para aprender lo que enseña el drama de lo sucedido. Lo que niegas te somete. Lo que aceptas te transforma.”
Traducido a lenguaje sencillo: pon la cara a lo que te sucede para superarlo.
Guardarlo en un cajón y hacer como que no pasa nada no es la solución.
Si afrontas lo que te sucede, lo superarás.
Pero si decides girar la cabeza y huir, aquello que te bloquea te perseguirá.
Date cuenta: yo siempre había querido volar alto, ser independiente y viajar cuanto más lejos de casa, mejor.
Pero la vida me dio una lección muy valiosa.
«Vuelve.»
«Vuelve a tu origen, y reaprende a volar. Porque la magia de la vida no está en el quinto pino: está dentro de ti.»
Y es que hubo un tiempo en que mi refugio eran los aviones porque no me sentía de ningún país.
No me sentía de España, pero tampoco de Perú.
Cuando estaba allí, quería estar aquí, y viceversa.
Era una extranjera del mundo, con el corazón partío a lo Alejandro Sanz. 😂
Pero todo pasa por algo.
¿Te acuerdas de aquella noche del 8 de abril de 1998, empezando mi diario nuevo?

Yo no lo sabía, pero acababa de empezar mi carrera como escritora de batallas.
Todos los libros que me bebí, los diarios que exprimí y los viajes que me atreví a emprender tenían que dar su resultado.
El curso de Javi Pastor puso orden a mis ideas, me dio la dirección que buscaba tras mis batallitas personales y me descubrió un mundo de compañeros y clientes en remoto, con los que no tengo ningún problema de autoridad, jerarquía o tonterías de jefes.
Pero ojo.
No me convertí en copywriter de la noche a la mañana.
Me convertí en copywriter porque había leído mucho, desde el Micho 1 —el rojo, cuidao—, había escrito a cascoporro desde los 7 años (casi 8, recuerda) y había viajado a otra punta del mundo para comprender que podía utilizar lo que mejor sabía hacer: escribir.
Después de tanta vaina, ¿para qué estás tú aquí?
Te he contado este tocho por varias razones.
- Porque, si estás leyendo esto, querías saber de dónde sale mi no-título de copywriter o redactora publicitaria.
- Porque a mi blog le sienta bien un toque personal.
- Porque me apetece.

Decidí especializarme en redacción publicitaria para negocios que aman la naturaleza por dos motivos.
El primero es que, en Perú, me enamoré de ella cuando me adentré en los Andes.
El segundo es que, al volver a España, el olor de su agricultura y el sabor de su gastronomía me conectaron a mis raíces.
Y, además, hay un motivo con el que no contaba.
Al elegir escribir para negocios que apuestan por la naturaleza y el mundo agroalimentario, mi gallina está feliz.
Y pone huevos de oro.
La historia acaba de empezar
Para mí, la vida es una mezcla de amor, coraje y sensatez.
En este artículo, un poco diferente al resto y mucho más personal, te he contado mi historia.
¿Escribimos juntos la tuya?
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